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SPE SALVI(西班牙文版) |
II. El actuar y el sufrir como lugares de aprendiz |
35. Toda actuación seria y recta del hombre es esperanza en acto. Lo es ante todo en el sentido de que así tratamos de llevar adelante nuestras esperanzas, más grandes o más pequeñas; solucionar éste o aquel otro cometido importante para el porvenir de nuestra vida: colaborar con nuestro esfuerzo para que el mundo llegue a ser un poco más luminoso y humano, y se abran así también las puertas hacia el futuro. Pero el esfuerzo cotidiano por continuar nuestra vida y por el futuro de todos nos cansa o se convierte en fanatismo, si no está iluminado por la luz de aquella esperanza más grande que no puede ser destruida ni siquiera por frustraciones en lo pequeño ni por el fracaso en los acontecimientos de importancia histórica. Si no podemos esperar más de lo que es efectivamente posible en cada momento y de lo que podemos esperar que las autoridades políticas y económicas nos ofrezcan, nuestra vida se ve abocada muy pronto a quedar sin esperanza. Es importante sin embargo saber que yo todavía puedo esperar, aunque aparentemente ya no tenga nada más que esperar para mi vida o para el momento histórico que estoy viviendo. Sólo la gran esperanza-certeza de que, a pesar de todas las frustraciones, mi vida personal y la historia en su conjunto están custodiadas por el poder indestructible del Amor y que, gracias al cual, tienen para él sentido e importancia, sólo una esperanza así puede en ese caso dar todavía ánimo para actuar y continuar. Ciertamente, no «podemos construir» el reino de Dios con nuestras fuerzas, lo que construimos es siempre reino del hombre con todos los límites propios de la naturaleza humana. El reino de Dios es un don, y precisamente por eso es grande y hermoso, y constituye la respuesta a la esperanza. Y no podemos –por usar la terminología clásica– «merecer» el cielo con nuestras obras. Éste es siempre más de lo que merecemos, del mismo modo que ser amados nunca es algo «merecido», sino siempre un don. No obstante, aun siendo plenamente conscientes de la «plusvalía» del cielo, sigue siendo siempre verdad que nuestro obrar no es indiferente ante Dios y, por tanto, tampoco es indiferente para el desarrollo de la historia. Podemos abrirnos nosotros mismos y abrir el mundo para que entre Dios: la verdad, el amor y el bien. Es lo que han hecho los santos que, como «colaboradores de Dios», han contribuido a la salvación del mundo (cf. 1 Co 3,9; 1 Ts 3,2). Podemos liberar nuestra vida y el mundo de las intoxicaciones y contaminaciones que podrían destruir el presente y el futuro. Podemos descubrir y tener limpias las fuentes de la creación y así, junto con la creación que nos precede como don, hacer lo que es justo, teniendo en cuenta sus propias exigencias y su finalidad. Eso sigue teniendo sentido aunque en apariencia no tengamos éxito o nos veamos impotentes ante la superioridad de fuerzas hostiles. Así, por un lado, de nuestro obrar brota esperanza para nosotros y para los demás; pero al mismo tiempo, lo que nos da ánimos y orienta nuestra actividad, tanto en los momentos buenos como en los malos, es la gran esperanza fundada en las promesas de Dios.
36. Al igual que el obrar, también el sufrimiento forma parte de la existencia humana. Éste se deriva, por una parte, de nuestra finitud y, por otra, de la gran cantidad de culpas acumuladas a lo largo de la historia, y que crece de modo incesante también en el presente. Conviene ciertamente hacer todo lo posible para disminuir el sufrimiento; impedir cuanto se pueda el sufrimiento de los inocentes; aliviar los dolores y ayudar a superar las dolencias psíquicas. Todos estos son deberes tanto de la justicia como del amor y forman parte de las exigencias fundamentales de la existencia cristiana y de toda vida realmente humana. En la lucha contra el dolor físico se han hecho grandes progresos, aunque en las últimas décadas ha aumentado el sufrimiento de los inocentes y también las dolencias psíquicas. Es cierto que debemos hacer todo lo posible para superar el sufrimiento, pero extirparlo del mundo por completo no está en nuestras manos, simplemente porque no podemos desprendernos de nuestra limitación, y porque ninguno de nosotros es capaz de eliminar el poder del mal, de la culpa, que –lo vemos– es una fuente continua de sufrimiento. Esto sólo podría hacerlo Dios: y sólo un Dios que, haciéndose hombre, entrase personalmente en la historia y sufriese en ella. Nosotros sabemos que este Dios existe y que, por tanto, este poder que «quita el pecado del mundo» (Jn 1,29) está presente en el mundo. Con la fe en la existencia de este poder ha surgido en la historia la esperanza de la salvación del mundo. Pero se trata precisamente de esperanza y no aún de cumplimiento; esperanza que nos da el valor para ponernos de la parte del bien aun cuando parece que ya no hay esperanza, y conscientes además de que, viendo el desarrollo de la historia tal como se manifiesta externamente, el poder de la culpa permanece como una presencia terrible, incluso para el futuro.
37. Volvamos a nuestro tema. Podemos tratar de limitar el sufrimiento, luchar contra él, pero no podemos suprimirlo. Precisamente cuando los hombres, intentando evitar toda dolencia, tratan de alejarse de todo lo que podría significar aflicción, cuando quieren ahorrarse la fatiga y el dolor de la verdad, del amor y del bien, caen en una vida vacía en la que quizás ya no existe el dolor, pero en la que la oscura sensación de la falta de sentido y de la soledad es mucho mayor aún. Lo que cura al hombre no es esquivar el sufrimiento y huir ante el dolor, sino la capacidad de aceptar la tribulación, madurar en ella y encontrar en ella un sentido mediante la unión con Cristo, que ha sufrido con amor infinito. En este contexto, quisiera citar algunas frases de una carta del mártir vietnamita Pablo Le-Bao-Thin († 1857) en las que resalta esta transformación del sufrimiento mediante la fuerza de la esperanza que proviene de la fe. «Yo, Pablo, encarcelado por el nombre de Cristo, os quiero explicar las tribulaciones en que me veo sumergido cada día, para que, enfervorizados en el amor de Dios, alabéis conmigo al Señor, porque es eterna su misericordia (cf. Sal 136 [135]). Esta cárcel es un verdadero infierno: a los crueles suplicios de toda clase, como son grillos, cadenas de hierro y ataduras, hay que añadir el odio, las venganzas, las calumnias, palabras indecentes, peleas, actos perversos, juramentos injustos, maldiciones y, finalmente, angustias y tristeza. Pero Dios, que en otro tiempo libró a los tres jóvenes del horno de fuego, está siempre conmigo y me libra de las tribulaciones y las convierte el dulzura, porque es eterna su misericordia . En medio de estos tormentos, que aterrorizarían a cualquiera, por la gracia de Dios estoy lleno de gozo y alegría, porque no estoy solo, sino que Cristo está conmigo[...]. ¿Cómo resistir este espectáculo, viendo cada día cómo los emperadores, los mandarines y sus cortesanos blasfeman tu santo nombre, Señor, que te sientas sobre los querubines y serafines? (cf. Sal 80 [79],2) ¡Mira, tu cruz es pisoteada por los paganos! ¿Dónde está tu gloria? Al ver todo esto, prefiero, encendido en tu amor, morir descuartizado, en testimonio de tu amor. Muestra, Señor, tu poder, sálvame y dame tu apoyo, para que la fuerza se manifieste en mi debilidad y sea glorificada ante los gentiles [...]. Queridos hermanos al escuchar todo esto, llenos de alegría, tenéis que dar gracias incesantes a Dios, de quien procede todo bien; bendecid conmigo al Señor, porque es eterna su misericordia [...]. Os escribo todo esto para se unan vuestra fe y la mía. En medio de esta tempestad echo el ancla hasta el trono de Dios, esperanza viva de mi corazón...».[28] Ésta es una carta «desde el infierno». Se expresa todo el horror de un campo de concentración en el cual, a los tormentos por parte de los tiranos, se añade el desencadenarse del mal en las víctimas mismas que, de este modo, se convierten incluso en nuevos instrumentos de la crueldad de los torturadores. Es una carta desde el «infierno», pero en ella se hace realidad la exclamación del Salmo: «Si escalo el cielo, allí estás tú; si me acuesto en el abismo, allí te encuentro... Si digo: ‘‘Que al menos la tiniebla me encubra...'', ni la tiniebla es oscura para ti, la noche es clara como el día» (Sal 139 [138] 8-12; cf. Sal 23[22], 4). Cristo ha descendido al «infierno» y así está cerca de quien ha sido arrojado allí, transformando por medio de Él las tinieblas en luz. El sufrimiento y los tormentos son terribles y casi insoportables. Sin embargo, ha surgido la estrella de la esperanza, el ancla del corazón llega hasta el trono de Dios. No se desata el mal en el hombre, sino que vence la luz: el sufrimiento –sin dejar de ser sufrimiento– se convierte a pesar de todo en canto de alabanza.
38. La grandeza de la humanidad está determinada esencialmente por su relación con el sufrimiento y con el que sufre. Esto es válido tanto para el individuo como para la sociedad. Una sociedad que no logra aceptar a los que sufren y no es capaz de contribuir mediante la com- pasión a que el sufrimiento sea compartido y sobrellevado también interiormente, es una sociedad cruel e inhumana. A su vez, la sociedad no puede aceptar a los que sufren y sostenerlos en su dolencia si los individuos mismos no son capaces de hacerlo y, en fin, el individuo no puede aceptar el sufrimiento del otro si no logra encontrar personalmente en el sufrimiento un sentido, un camino de purificación y maduración, un camino de esperanza. En efecto, aceptar al otro que sufre significa asumir de alguna manera su sufrimiento, de modo que éste llegue a ser también mío. Pero precisamente porque ahora se ha convertido en sufrimiento compartido, en el cual se da la presencia de un otro, este sufrimiento queda traspasado por la luz del amor. La palabra latina con-solatio, consolación, lo expresa de manera muy bella, sugiriendo un «ser-con» en la soledad, que entonces ya no es soledad. Pero también la capacidad de aceptar el sufrimiento por amor del bien, de la verdad y de la justicia, es constitutiva de la grandeza de la humanidad porque, en definitiva, cuando mi bienestar, mi incolumidad, es más importante que la verdad y la justicia, entonces prevalece el dominio del más fuerte; entonces reinan la violencia y la mentira. La verdad y la justicia han de estar por encima de mi comodidad e incolumidad física, de otro modo mi propia vida se convierte en mentira. Y también el «sí» al amor es fuente de sufrimiento, porque el amor exige siempre nuevas renuncias de mi yo, en las cuales me dejo modelar y herir. En efecto, no puede existir el amor sin esta renuncia también dolorosa para mí, de otro modo se convierte en puro egoísmo y, con ello, se anula a sí mismo como amor.
39. Sufrir con el otro, por los otros; sufrir por amor de la verdad y de la justicia; sufrir a causa del amor y con el fin de convertirse en una persona que ama realmente, son elementos fundamentales de humanidad, cuya pérdida destruiría al hombre mismo. Pero una vez más surge la pregunta: ¿somos capaces de ello? ¿El otro es tan importante como para que, por él, yo me convierta en una persona que sufre? ¿Es tan importante para mí la verdad como para compensar el sufrimiento? ¿Es tan grande la promesa del amor que justifique el don de mí mismo? En la historia de la humanidad, la fe cristiana tiene precisamente el mérito de haber suscitado en el hombre, de manera nueva y más profunda, la capacidad de estos modos de sufrir que son decisivos para su humanidad. La fe cristiana nos ha enseñado que verdad, justicia y amor no son simplemente ideales, sino realidades de enorme densidad. En efecto, nos ha enseñado que Dios – la Verdad y el Amor en persona– ha querido sufrir por nosotros y con nosotros. Bernardo de Claraval acuñó la maravillosa expresión: Impassibilis est Deus, sed non incompassibilis,[29] Dios no puede padecer, pero puede compadecer. El hombre tiene un valor tan grande para Dios que se hizo hombre para poder com-padecer Él mismo con el hombre, de modo muy real, en carne y sangre, como nos manifiesta el relato de la Pasión de Jesús. Por eso, en cada pena humana ha entrado uno que comparte el sufrir y el padecer; de ahí se difunde en cada sufrimiento la con-solatio, el consuelo del amor partícipado de Dios y así aparece la estrella de la esperanza. Ciertamente, en nuestras penas y pruebas menores siempre necesitamos también nuestras grandes o pequeñas esperanzas: una visita afable, la cura de las heridas internas y externas, la solución positiva de una crisis, etc. También estos tipos de esperanza pueden ser suficientes en las pruebas más o menos pequeñas. Pero en las pruebas verdaderamente graves, en las cuales tengo que tomar mi decisión definitiva de anteponer la verdad al bienestar, a la carrera, a la posesión, es necesaria la verdadera certeza, la gran esperanza de la que hemos hablado. Por eso necesitamos también testigos, mártires, que se han entregado totalmente, para que nos lo demuestren día tras día. Los necesitamos en las pequeñas alternativas de la vida cotidiana, para preferir el bien a la comodidad, sabiendo que precisamente así vivimos realmente la vida. Digámoslo una vez más: la capacidad de sufrir por amor de la verdad es un criterio de humanidad. No obstante, esta capacidad de sufrir depende del tipo y de la grandeza de la esperanza que llevamos dentro y sobre la que nos basamos. Los santos pudieron recorrer el gran camino del ser hombre del mismo modo en que Cristo lo recorrió antes de nosotros, porque estaban repletos de la gran esperanza.
40. Quisiera añadir aún una pequeña observación sobre los acontecimientos de cada día que no es del todo insignificante. La idea de poder «ofrecer» las pequeñas dificultades cotidianas, que nos aquejan una y otra vez como punzadas más o menos molestas, dándoles así un sentido, eran parte de una forma de devoción todavía muy difundida hasta no hace mucho tiempo, aunque hoy tal vez menos practicada. En esta devoción había sin duda cosas exageradas y quizás hasta malsanas, pero conviene preguntarse si acaso no comportaba de algún modo algo esencial que pudiera sernos de ayuda. ¿Qué quiere decir «ofrecer»? Estas personas estaban convencidas de poder incluir sus pequeñas dificultades en el gran com-padecer de Cristo, que así entraban a formar parte de algún modo del tesoro de compasión que necesita el género humano. De esta manera, las pequeñas contrariedades diarias podrían encontrar también un sentido y contribuir a fomentar el bien y el amor entre los hombres. Quizás debamos preguntarnos realmente si esto no podría volver a ser una perspectiva sensata también para nosotros. |